
Soy habanera 100%. Nací en la clínica privada Reina, en Centro Habana, pero ahí solo estuve un par de días. Me regresaron a nuestro hogar, en el Reparto Los Pinos, que por aquel entonces era un lugar bonito y acogedor, con un agradable micro clima, que permitía el crecimiento y florecimiento de maravillosos árboles y plantas ornamentales.
Muchas y lindas casas de madera tipo “bungalows”, así como algunas hermosas residencias de “ladrillo, cemento y arena”, como dijo en una canción el cantautor José Antonio Méndez, vecino y amigo de mi familia, embellecían este Reparto, que fue poblado en sus inicios por norteamericanos y españoles, en su mayoría.
Crecí rodeada de mucho amor familiar. La tía Concha, en cuya casa vivíamos, fue Directora de la Escuela Pública #31 del barrio durante muchos años, una gran maestra y pedagoga, reconocida más allá de nuestras fronteras “pineras”.
Años después, cuando yo estaba por cumplir nueve y mi hermana doce años, nos mudamos para una bellísima casa-quinta “anticiclónica”, que mi tía había mandado a construir en las afueras de Los Pinos, en la Calzada de Aldabó, zona donde años después se construyó una moderna urbanización que llevó ese mismo nombre.
Nuestra casa-quinta estaba rodeada de árboles frutales, que cubrían a plenitud la extensión de 10,000 varas cuadradas de terreno, pertenecientes a nuestra vivienda.
Al lado de nuestra casa había una gran residencia, muy bella y elegante, donde vivía al Embajador de Argentina en Cuba, Córdova de apellido, cuya numerosa familia entabló una linda amistad con la mía.
Esa hermosa residencia poseía bellos jardines y dos piscinas, una grande de adultos y otra para infantes. En sus áreas verdes habían fuentes y glorietas, donde se realizaban hermosas fiestas y reuniones, amenizadas en vivo, por la otrora famosa orquesta española Los Chavales de España. Esa música nunca la he podido olvidar.
Los terrenos de esa mansión colindaban con los nuestros. Mi hermana, mi primo Ignacito y yo compartíamos con los hijos más jóvenes del Embajador, Nabor y Lucón, además de su enorme y delgado perro llamado Naguel, que siempre andaba tras nosotros y en contacto con nuestras mascotas. Siempre he sido y soy, muy aficionada a los animales. En esa casa pasé una infancia maravillosa.
Mi tía Concha era una mujer muy buena y generosa, pero autoritaria, ya que era la que estaba al mando como dueña de la casa. Su hermana María, mi abuela, era un ser excepcional, que también vivía con nosotros pues, aunque se mantenía casada, estaba separada de nuestro abuelo José, que con frecuencia nos visitaba y nos traía juguetes confeccionados por él. Era pintor y rotulista famoso en la Habana Vieja.
De nuevo mi tía decidió que nos mudáramos, esta vez, para el centro de Los Pinos, a una hermosa y enorme casa “Villa Concha”, que llevaba cerrada algunos años, donde habían vivido cuando mi mamá y sus hermanas eran solteras.
Para mí y mi primo fue muy triste dejar atrás “la finquita”, como le llamábamos a la casa-quinta. Allí quedaron nuestros amigos argentinos, con los que compartíamos nuestros juegos y “secretos”, además, de trepar a los árboles y correr por todo el terreno, arrancando y comiéndonos los mangos, las ciruelas, los marañones, las moras y todas las frutas ricas que ellos producían. Fue precisamente en esos territorios, cuando la casa estaba en construcción que vi, por primera y única vez en mi vida, a un hermoso jabalí, en vivo y directo, que cuando ocupamos la casa desapareció.
En Villa Concha, nuestro nuevo hogar, que aún conserva ese nombre en un bajo relieve en su fachada, vivíamos cómodos y ampliamente, pues había seis habitaciones, dos baños, dos comedores, una amplia sala, y una gran cocina, con habitación aledaña donde se almacenaba comida, un lindo patio con dos matas de mango y garajes. Al frente de la casa, daba la sacristía de la Iglesia El Sagrado Corazón de Jesús. A un lado, teníamos la bellísima casa de la familia norteamericana “los Damers”, y al otro lado la familia española “los Besteiros”, magníficos vecinos.
Esa hermosa casa familiar aún existe y está en perfectas condiciones, porque siempre ha sido y es de la familia. Las demás casas que la tía Concha tenía alquiladas a muy bajos precios, se perdieron después de 1959, además de dos ferreterías y dos tintorerías, que eran negocios familiares.
En Los Pinos tuvimos muy buenos amigos, personas cultas y educadas, casi todos profesionales, con los que mantuvimos siempre excelentes relaciones. Otra de mis tías, casada y con un hijo, vivía en la acera de enfrente, en un lindo “bungalow”, que aún está en pie. Otros familiares nuestros vivían a solo unas cuadras de distancia, y el resto de la familia en El Vedado y Alturas del Biltmore, que hoy se llama Reparto Flores.
Los domingos venían todos a almorzar a Villa Concha: parecía una fiesta por la cantidad de personas, todos miembros de la familia. Eso se convirtió en una tradición, pues nos reuníamos todos para disfrutar de un rico arroz con pollo que hacía mi mamá, adornado con aceitunas, petit pois, pimientos morrones y puntas de espárrago, acompañado con cerveza bien fría para los mayores y Coca Cola para nosotros, “los muchachitos”, como nos decían.
En Los Pinos había un centro de recreación, reuniones y bailes, que se llamaba Casa de las América (de ella solo quedan los cimientos), dos cines, el “Darna” moderno y chico y el “Gallizo”, grande y tradicional. Fue precisamente ahí donde vi por primera vez, siendo aún una niña, la película en tercera dimensión “La Momia”. Al sacar el ticket de entrada te daban un par de espejuelos de cartón blanco, con un lente rojo y otro verde, de plástico, para lograr los efectos 3D.
Otra de las cosas que disfruté mucho en mi linda ciudad, fue ir con mi mamá a “la Habana”, como se decía en esa época, cuando ibas al centro, donde estaban las famosas tiendas y comercios. Hacíamos el recorrido por las lindas calles Galiano, San Rafael, Neptuno y otras, todas con innumerables y bellos establecimientos. Lo más famoso de esas calles era donde estaban las más hermosas tiendas por departamentos: El Encanto, Fin de Siglo, La Época por solo mencionar las más esplendorosas. También en la calle Galiano estaba el famoso Ten Cents, con sus fabulosos club sándwich y sueros de chocolate.
Otra de las cosas que más me gustaba, era ir en ómnibus a hacer el recorrido hasta Centro Habana, para disfrutar de bellísimos anuncios lumínicos en los alrededores del Parque de la Fraternidad y el Parque Central. El anuncio lumínico que más me impresionó, y aún llevo en mi mente, era el de las trusas “Jantzen”: una linda bañista con trusa negra, subía las escaleras del trampolín y se tiraba al agua, produciendo una gran salpicadura. Era algo espectacular. Había muchos otros también muy bonitos
A mi memoria también vienen, aquellos paseos que dábamos los fines de semana por la Habana Vieja, donde acudíamos a cines, restaurantes y cafeterías, para después ir caminando hasta el hoy Parque de la Maestranza y sentarnos en un banco frente a la Bahía, a esperar el cañonazo de las nueve.
Recuerdo que, en las noches, pasaban carros con enormes cepillos circulares fregando las calles habaneras. Tampoco olvido que las guaguas estaban siempre limpias, pues cuando llegaban al paradero después del recorrido, las volvían a fregar por dentro y por fuera, antes de reiniciar el siguiente viaje. Es por ello que se podía ir elegante e impecablemente vestido al tomar un ómnibus.
Para terminar, les diré que en mi familia todas las mujeres éramos maestras y algunas, además, pedagogas. Yo me gradué muy jovencita de maestra, pues entré a estudiar la carrera acogida a una dispensa especial, por no tener la edad mínima que se requería. En cuanto terminé mis estudios comencé a trabajar, a pesar de que mi mamá no deseaba que lo hiciera, pero recuerdo que le dije “que el título no lo quería para enmarcarlo sino para ejercerlo”.
Cuando comenzaron los bruscos cambios en el año 1959, perdí mi trabajo como profesora sustituta en la Superior #10 de Puentes Grandes, “General Calixto García”, pues la profesora titular regresó a ocupar su plaza. Entonces comencé a estudiar francés, para no estar sin hacer nada y, en esa etapa, fui convocada por una amiga a colaborar con mi trabajo en un evento que se iba a realizar en el MINCEX (Ministerio de Comercio Exterior), donde finalmente me quedé trabajando durante 15 años. Estando allí, fui elegida como Dama del Carnaval de La Habana en 1963 y, en 1967, diplomática en París. A mi regreso trabajé en un Departamento de la Unesco, que pertenecía al Ministerio de Relaciones Exteriores y, en 1986, renuncié al trabajo y al retiro, para incorporarme como artista independiente miembro de la ACAA (Asociación Cubana de Artesanos Artistas), hasta el día de hoy.
He viajado mucho a diferentes países como artista de la plástica y artesana. Recibí numerosas ofertas buenas para quedarme en algunos de esos países, pero siempre regresé, pues en La Habana están todas las memorias y bellos recuerdos de mi familia, a los que nunca pude renunciar.
Amo a esta ciudad donde nací y me crié, pero lamento mucho y me afecta ver su deterioro, suciedad, abandono, desorden y falta de educación, en que ha estado sumergida estos últimos sesenta años.
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