Carnaval de La habana, otra tradición perdida

Carnaval de La Habana, otra tradición perdida.

Cuando empezaba el mes de febrero, los medios masivos (radio, televisión y prensa plana) comenzaban a promover las fiestas del Rey Momo. Toda la ciudad se contagiaba con las expectativas de tan grandiosa celebración. Mayores y niños solían disfrutar por igual de estos festejos que siempre se celebraban en este mes, durante cuatro fines de semana, previos a la Cuaresma.

Días antes de la fecha señalada para el inicio de éstos, ya los postes eléctricos de las calles de la ciudad exhibían, a modo de ornato, los carteles premiados mediante concurso, así como grandes fotos de la Reina y sus Damas en las vidrieras de las principales tiendas, las cuales habían sido elegidas por un prestigioso jurado.

Recuerdo que cuando niña, mi familia solía alquilar un palco en los carnavales, para disfrutar de más comodidad, mientras veíamos pasar la interminable legión de carrozas bellamente engalanadas, con jóvenes muchachas a bordo, unas veces muy vestidas y otras escasas de ropa (enfrentándose a las temperaturas frías de febrero), según la temática que deseaban representar los patrocinadores de dichos escenarios rodantes. Después, seguían los automóviles convertibles ó descapotables y camiones, bellamente decorados. De todo esto, lo que sin lugar a dudas, levantaba más expectativas, era la carroza de la Reina con sus Damas de honor.

Como colofón, el paso de las comparsas con sus vistosos trajes, portando algunos de ellos enormes farolas, siguiendo el ritmo de sus originales y bien estudiadas coreografías. Entre las más aclamadas siempre estuvieron la de los Guaracheros de Regla y El Alacrán, ésta la más antigua de todas. Otro de los espectáculos que más captaban la atención, eran las arriesgadas acrobacias del Pelotón Acrobático de la Policía Motorizada, con sus chaquetas rojas y sus ajustados pantalones negros, resaltados por altas botas y polainas acharoladas, conduciendo sus impresionantes motos Harley-Davidson. El paseo siempre se abría con profusión de fuegos artificiales.

Una vez finalizado el desfile, los muchachos, desafiando las prohibiciones familiares, nos lanzábamos a la calle para recoger las serpentinas arrojadas a la vía y confeccionar enormes esferas con éstas, para luego hacerlas rodar calle abajo. El que lograba la más grande, se sentía, sin que nadie se lo manifestara, como una especie de campeón.

El desfile tenía un largo recorrido, saliendo de los predios del antiguo Palacio de los Deportes, siguiendo por todo Malecón hasta tomar el Paseo del Prado, dando la vuelta en la Fuente de la India y recorriendo nuevamente de regreso el Prado, retomando Malecón hasta el punto de partida, donde se aparcaban las carrozas. Muchas personas durante el desfile, solían cruzar de una acera, a la de enfrente, para volver a ver las carrozas en su viaje de regreso.

Llegó el año 1959, y estas alegres fiestas, fueron perdiendo esplendor. Al principio lentamente y después en forma abrupta, cuando se nacionalizaron todos los comercios y se perdió el patrocinio de éstos, al no existir ya la publicidad. Es de resaltar, que los carnavales de La Habana antes de este año, estaban considerados entre los más famosos del mundo.

Yo logré alcanzar un poco del brillo que aún les quedaba, cuando salí electa Lucero en el año 1963. Para entonces, se había cambiado ya la terminología de Reina por Estrella y de Dama por Lucero, por considerar las anteriores como una expresión de la pequeña burguesía. Ya no bastaba con ser bonita, tener cultura y poseer buenos modales, ahora además, y como elemento muy importante, ser una persona “integrada” (estar trabajando o estudiando y participar en eventos políticos). También los obsequios ofrecidos a las ganadoras dejaron de ser relevantes. Aún se mantenía la tradición de exponer grandes fotos de éstas en las vidrieras comerciales.

Recuerdo que para entonces yo trabajaba en el Ministerio de Comercio exterior, en una de sus empresas. Una tarde, pasó muy apurado, recorriendo todas las oficinas, el Secretario del sindicato, para anunciarnos, a todas las muchachas que allí laborábamos, que al finalizar la jornada no nos marcháramos porque se iba a efectuar una asamblea para elegir a los macheteros permanentes para la zafra, y también a la estrella que representaría a la empresa en estos festejos.

Para sorpresa mía, yo resulté la favorecida. La próxima selección sería entre las más de doce empresas que componían el ministerio, y así determinar la que sería su representante. Volví a resultar electa. Después, se imponía competir entre todos los organismos que pertenecían al sector de la Administración Pública, para escoger a la Estrella del mismo, quien posteriormente competiría a nivel nacional.

Así fue como una noche, me vi en la Ciudad Deportiva, compitiendo con todas las estrellas de todos los sindicatos. Entonces resulté electa primer Lucero del Carnaval de La Habana 1963. Nunca más volví a acudir a estas celebraciones, a pesar de que, durante algunos años estuve recibiendo invitaciones para el Palco Presidencial. Ya los carnavales que de niña me gustaban tanto, habían desaparecido, y solo quedaba de ellos una triste caricatura. Amén de que la celebración de todos los festejos, incluyendo éste, se trasladaron “por decreto”, para el mes de julio, justamente, cuando el calor se hace insoportable.

Este fin de semana habrá una triste caricatura de carnavales en un reducido tramo del Malecón, donde abundarán bebidas alcohólicas y las repetidas ofertas gastronómicas. La chabacanería y la marginalidad, como es ya costumbre, reinarán en estas fiestas.

Segundo domingo de mayo

Trabajo en patchwork de Rebeca

Festejar el Día de las Madres, una costumbre que durante varias generaciones se practicó en nuestro país, y aún con diferencias y limitaciones se sigue realizando, a pesar de la disgregación familiar hoy existente. El objetivo principal de esta celebración consistía en acudir a la casa materna, para compartir con la familia. Nunca importó cuán lejos vivieran unos de otros.

Recuerdo que, muy temprano en la mañana, comenzaban los trajines en toda la casa. Hasta los más jóvenes teníamos asignadas tareas. Las muchachas solteras, que aún convivíamos bajo el mismo techo, estábamos designadas para la limpieza. Los varones se encargaban de recoger las hojas secas del jardín y depositarlas dentro de un tanque de metal en el patio, para que se convirtieran en humus, que sería utilizado después como abono, o quemarlas para deshacerse más fácilmente de ellas. La mujeres establecían su puesto de mando en la cocina; ese era el día libre de la empleada, el que la tuviera, pues ésta también tendría en su casa su propia celebración familiar.

Mi mamá, experta culinaria, era la que se encargaba los domingos, y en especial este día, de confeccionar el menú con la ayuda de mi abuela. Al tío Pedro había que mantenerlo alejado de la cocina, porque le encantaba “meter la cuchareta”, por tanto se le asignaba la tarea de armar la gran mesa, con la ayuda de su hijo. Para este y otros fines, se guardaban en el “cuartico de atrás” un par de “burros” de madera y un inmenso tablón.

Cerca de las doce del mediodía comenzaban a llegar los miembros del “familión”. Los primeros eran unos tíos, cuya casa estaba en la acera de enfrente, y después hacían acto de presencia los que vivían más alejados. Todos, mayores y niños, lucían en sus pechos una flor roja o blanca. La primera significaba que la madre estaba viva, la otra que ya había muerto. Esta era una costumbre muy arraigada que servía para no “meter la pata”, felicitando a alguien cuya madre había fallecido. En nuestro caso, en esa época, afortunadamente casi todos llevábamos una flor roja. Después, en la tarde, se incorporaban otros familiares, que por vivir un poco más alejados no participaban del almuerzo, pero pasaban no obstante a saludar a las madres, que ese día eran las reinas de la fiesta. Llegada la tarde, entre familiares y amigos allegados, ¡éramos un montón!

El almuerzo, exquisito, casi siempre tenía como protagonista el pollo, quien entonces constituía el manjar de los domingos, ya que durante toda la semana se consumía carne de res, en cualesquiera de sus más variadas presentaciones, porque sencillamente era el plato más común, por lo económica y buena que resultaba, excepto los viernes, en que generalmente se preparaba pescado. El cerdo, el guineo y el pavo se dejaban preferentemente para la Nochebuena, Navidad y fin de año.

Una de las tantas especialidades culinarias de mi mamá era el arroz con pollo, que le quedaba exquisito y que este día servía en grandes fuentes, decorándolas con pimientos morrones, puntas de espárragos, petit pois y huevos duros, según una famosa receta. Las ensaladas se confeccionaban con los vegetales de estación, y por supuesto, no podía faltar un buen cake de nata y, además, el famoso cake helado revestido con chocolate, que venía en una caja con trozos de hielo seco, para su conservación hasta el momento de ser consumido. Como colofón de este almuerzo, el invariable y delicioso café, que según solía decir mi abuela era “el broche de oro” de cualquier comida.

Luego, en la tarde (para no cocinar), cuando ya se habían marchado casi todos, el tío Pedro preparaba exquisitos sandwichs con pan de flauta, untando una tapa de éste con mantequilla y la otra con mostaza, y agregándole lascas de jamón, pierna, chorizo, queso y rodajas de pepinos encurtidos. También preparaba, en dos batidoras que había en la cocina, similares a las de las cafeterías (éramos muchos), deliciosos batidos de mamey o mango, según la temporada. Estas frutas se recogían de los árboles que teníamos sembrados en el patio trasero de la casa.

Hoy, a tantos años de esa magnífica etapa de nuestras vidas, me invade la nostalgia recordando esos Días de las Madres con sus almuerzos dominicales, que después del año cincuenta y nueve se fueron extinguiendo poco a poco, al irse fragmentando nuestra familia, como la de casi todos los cubanos, cuando la mayoría partieron al exilio. También muchos de los productos para confeccionar esos manjares fueron desapareciendo, a consecuencia de la intervención estatal de los negocios privados, y los salarios devengados dejaron ya de ser suficientes para solventar estos gastos. Asimismo la cada vez más creciente falta de transporte, hizo que los que vivían en otras provincias no pudieran acudir a esta cita. La tristeza fue cubriendo, como un manto gris, aquellos días familiares de mi infancia y adolescencia. Las casas se fueron quedando prácticamente vacías. Tampoco ya se llevaba con alegría o tristeza una flor en el pecho.

Esta es otra de las lindas tradiciones cubanas, que se fueron perdiendo junto con nuestra juventud e ilusiones. Afortunadamente éstas marcharon al exilio con nuestros compatriotas, donde las han seguido practicando, por lo que tengo la esperanza y la certeza que algún día retornarán, quizá un poco modificadas, pero enriquecidas, a engrosar nuestro imaginario cultural y magro recetario culinario actual.